Wikimedia Commons. Foto: Michal Gorski
En la entrada anterior tratamos sobre la restauración del Imperio romano en Occidente, cuando Carlomagno fue coronado emperador en el año 800, en San Pedro del Vaticano. Y nos preguntábamos hasta qué punto su coronación fue fruto de un arranque improvisado del papa, que habría pillado por sorpresa al propio Carlomagno, como éste dejó entender en una ocasión. Para responder a esta pregunta, tenemos que analizar quienes eran y de dónde venían los tres protagonistas de esta historia:
– El papa León III
– La emperatriz de Oriente Irene, que reclamaba la exclusividad del título imperial
– Y el propio Carlomagno, a quien llamaremos, de momento, «Carlos».
Hoy nos centraremos en la figura del papa, cuya debilidad jugó un papel decisivo en estos acontecimientos. A diferencia de sus predecesores, León III no era de origen noble, sino de baja cuna. Alcanzó el pontificado en diciembre del año 795, gracias a una carrera en los despachos de la curia. Desde el primer momento, las familias poderosas de Roma intentaron descabalgarlo del puesto para sentar en el trono a uno de los suyos. Apenas elegido, orquestaron contra él una campaña de difamación, acusándole de una conducta lujuriosa e inmoral, incompatible con el cargo. Sintiendo la debilidad de su posición y los escasos apoyos con que contaba, el nuevo papa se arrojó en brazos del rey franco, el único que proporcionaba a la Santa Sede la seguridad que Bizancio no estaba en condiciones de dar desde hacía tiempo. Ya fueran los bárbaros que asediaban la ciudad, o los propios enemigos interiores, hacía muchos años que los papas buscaban amparo en Occidente, en el reino de los francos, sobre todo desde que –con Pipino el Breve– la corona había sido asumida por la dinastía carolingia.
En esta ocasión, las relaciones entre el nuevo papa y el rey franco Carlos estaban marcadas por la distinta posición de uno y otro. El rey estaba en la cima de su prestigio. León III, necesitando imperiosamente su ayuda.
Lo primero que hizo León III nada más ser elegido fue ganarse el favor de su protector, enviándole emisarios con obsequios de fuerte carga simbólica: las llaves de la confesión de San Pedro y el estandarte de la ciudad de Roma. Con la entrega de las llaves estaba queriendo decir: «tú eres el defensor de la tumba de Pedro, que hace de Roma una ciudad santa; en ti confía todo el orbe cristiano». Con el estandarte de la ciudad, le enviaba en cierto modo una señal de vasallaje, reconociendo el señorío del rey Carlos sobre Roma. A cambio de estos obsequios, Carlos hizo llegar al papa un generoso donativo, con el que León III construyó una sala de recepciones fastuosa, para poder agasajar adecuadamente al rey cuando viniera a la ciudad. Por fortuna, una parte de esta magnífica sala se conserva todavía, como preciosa reliquia de estos años que estamos contando. Se encuentra en San Juan de Letrán, que por entonces era la residencia de los papas. Cuando ésta cambió al Vaticano, el papa Sixto V, gran destructor de elementos considerados inútiles en su época, destruyó de un plumazo más de 1000 años de historia, reduciendo a escombros el histórico complejo lateranense. Sólo quiso salvar unos pocos elementos de gran valor simbólico y, entre ellos, el ábside decorado con mosaicos que presidía la gran sala de León III. Hoy se conoce como Triclinium leoninum, el triclinio de León, pues era una sala de banquetes, y en aquella época se seguía todavía la costumbre romana de comer tumbados, recostados sobre «triclinios». La siguiente fotografía muestra el mosaico que decora el ábside.
Las escenas aquí representadas condensan la cosmovisión dominante en aquella época, en la que se estaba gestando la Europa medieval. En el centro se ve a Cristo confiando a los apóstoles su misión, como leemos en la inscripción del pie: «id y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre…». A la izquierda, la escena recuerda al primer emperador cristiano: el mismo Cristo entrega las llaves (símbolo del poder espiritual) al papa Silvestre y el lábaro (símbolo del poder temporal) al emperador Constantino. A la derecha, aparecen nuestros dos protagonistas: León III y Carlomagno –el rey Carlos–, a quienes San Pedro hace entrega respectivamente de la estola (poder espiritual) y el estandarte (poder temporal).
El mosaico no hacía sino plasmar gráficamente la misma idea que el rey franco había expresado por carta al nuevo papa, en el arranque de su pontificado: «Pues es a mí, con el auxilio de la divina Piedad, a quien corresponde defender a la Iglesia de Jesucristo contra los ataques de los paganos y los saqueos de los infieles… Y a vosotros corresponde, muy Santo Padre, ayudar a los esfuerzos de nuestros ejércitos, elevando las manos hacia Dios, al igual que Moisés, a fin de que, por vuestra intercesión y la gracia de Dios, el pueblo cristiano consiga siempre la victoria sobre los enemigos de su santo nombre».
Es la idea que alumbró la «Cristiandad», realidad que cobra vida con la restauración del Imperio romano. La idea no era nueva, sino que llevaba años gestándose, ya desde Carlos Martel y Pipino el Breve, que se habían erigido, de hecho, en protectores de la Santa Sede. Ahora, se trataba de hacerla oficial. En esta nueva cosmovisión, ¿qué papel tenían los emperadores bizantinos, únicos herederos legítimos de Constantino? Ninguno. Eran los grandes ausentes. Su enfado ante el cariz que iban tomando las cosas estaba más que justificado. Pero nada podía hacerse por evitar esta deriva. Constantinopla estaba demasiado lejos de Roma y enredada en sus propios problemas: entre ellos, la crisis iconoclasta que estaba atravesando. Roma debía mirar hacia Europa, si quería subsistir.
Como curiosidad, la representación de León III que aquí aparece podría corresponder a sus facciones reales, aunque el mosaico fue fuertemente restaurado en 1743.
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El episodio que precipitó la coronación imperial del rey Carlos fue el atentado sufrido por el papa el añó 799. Era el 25 de abril, fiesta de san Marcos, y el papa salió de Letrán con una pequeña escolta para participar en una procesión propia de la fiesta, cuando fue asaltado por un grupo de hombres armados con espadas y bastones, que lo apalearon e intentaron sacarle los ojos y arrancarle la lengua. No lo consiguieron, pero lo dejaron tirado en la calle, malherido y semiinconsciente. Luego fue introducido en una iglesia, donde se encontraban los jefes de la conjura, que volvieron a golpearlo severamente para forzarle a confesar la veracidad de las acusaciones que pesaban sobre él. El papa se comportó valientemente y se mantuvo firme en su postura; finalmente lo encerraron en un convento, en el monte Celio. Sus colaboradores consiguieron introducirse en su interior esa misma noche y rescatar al papa, izándolo por encima de los muros. Puesto a salvo fuera de la ciudad, el rey Carlos tomó cartas en el asunto nada más enterarse:
– Invitó a León III a viajar a su corte provisional en Paderborn, a 1.400 km de Roma, donde el papa –recibido con una impresionante ceremonia– tuvo ocasión de defenderse.
– Convocó a los obispos de todo el reino para pedirles consejo sobre la situación.
– Al cabo de unos meses, devolvió al papa a Roma, acompañado por una delegación impresionante, compuesta por hombres de armas, varios obispos, condes y otras altas personalidades del reino: verdaderamente, una delegación propia de un papa.
– Una vez en Roma, la delegación franca consiguió encontrar y detener a los principales conjurados contra el papa, que fueron enviados a tierras francas.
Cuando en noviembre del año 800, un mes antes de la ceremonia que había de cambiar Europa, Carlos entraba finalmente en Roma, la recepción que le agasajó excedía con mucho la que se dispensaba a los reyes. El mismo papa salió a recibirle a las afueras de la ciudad, con su corte de cardenales y cientos de sacerdotes y cantores entonando salmos. El motivo oficial del viaje del rey era poner fin al conflicto que afectaba a la cabeza de la Iglesia y juzgar a los que habían atentado contra el papa. Pero, sin duda, el escenario estaba preparado para algo más. El rey reunió en el Vaticano una Asamblea para juzgar a los acusados. Cuando, al cabo de un mes, el juicio terminó, la Asamblea pasó a tratar sobre la conveniencia de restaurar el Imperio romano en suelo europeo. Era el 23 de diciembre, cuando decidieron solicitar al rey Carlos que asumiera la dignidad imperial.