Constantino VI y su madre Irene
Irene Sarantapechaina o Irene de Atenas es una de las mujeres más destacadas en la historia de Bizancio. Salida de una familia de escasa relevancia, consiguió alcanzar la cumbre del poder, y fue la primera mujer en dirigir el Imperio romano, razón por la cual su figura resulta muy atractiva en el mundo actual. Los medios de los que se sirvió para lograrlo no fueron demasiado limpios, pero… no se puede pedir todo.
Dotada de un carácter fuerte, esta mujer inteligente y capaz poseía además gran coraje, y no se echaba atrás ante situaciones difíciles. Su cultura y una belleza proverbial le abrieron las primeras puertas, pero fue gracias a una sucesión de golpes de suerte como fue subiendo uno tras otro los peldaños que le separaban de la cumbre. Movida interiormente por una ambición desmedida y voraz, viendo que ella descollaba por encima de su entorno inmediato y que los vientos de la fortuna le eran favorables, Irene no se detendría ya ante ningún obstáculo. Su figura, llena de claroscuros, y su increíble peripecia vital resultan enormemente sugestivas, pero la razón por la que aquí nos interesa es por el papel que jugó en la restitución del Imperio romano en Occidente o, lo que es lo mismo, en la coronación de Carlomagno.
Veamos, en primer lugar, las etapas de su fulgurante ascenso:
1) 769: SALE A LA ARENA PÚBLICA. Irene salió a la luz de la historia ganando un concurso de méritos para ser la esposa del heredero al trono de Bizancio, el futuro León IV. Sus cualidades personales, sin duda, obraron el prodigio.
2) 775: NUEVO GOLPE DE FORTUNA. El viento de la historia comienza a soplar fuerte en su favor. El 14 de septiembre fallece Constantino V, uno de los emperadores más rabiosamente iconoclastas, y sube al trono el joven esposo de Irene: León IV. Desde ese momento, ella comenzó a tener un papel importante en los asuntos de gobierno. Astuta y hábil en las intrigas de palacio, no le resultó difícil manejar a su débil esposo, aquejado además de una constitución enfermiza. Pero durante los cinco años que permaneció como emperatriz consorte, su papel se jugaría en la sombra, en un discreto segundo plano. Criada en Atenas, donde la gran mayoría eran fervientes defensores de los iconos, Irene estaba también del bando de los iconódulos (ver querella iconoclasta en la entrada anterior) y consiguió que su marido moderara su postura iconoclasta. De este modo, muchos monjes exiliados pudieron volver en esos años a sus monasterios.
3) 780: ACCESO AL PODER: LA REGENCIA. El 8 de septiembre, tras un lustro exacto de reinado, falleció León IV, a los 31 años de edad. Irene reacciona inmediatamente y se declara regente del Imperio, en nombre de su hijo Constantino VI, de apenas 9 años. Hábilmente consiguió desbaratar los tempranos intentos de derrocarla por parte de una facción iconoclasta del ejército, que actuaba en nombre de los hermanos del fallecido emperador. Los cinco hermanos de León IV –tuvieran o no responsabilidad en el fallido golpe de estado– fueron capturados, tonsurados y ordenados sacerdotes a la fuerza, para impedir que en lo sucesivo optaran al cargo.
Diez años permaneció Irene como regente. Su mayor logro en ese tiempo fue convocar un concilio universal en la Iglesia, para terminar con el cáncer que corroía al Imperio: la querella iconoclasta. La magna reunión de obispos de todo el mundo, incluidos los delegados del Papa, tuvo lugar en Nicea en el año 787 (después de un primer intento desastroso el año anterior) y fue el 7º concilio universal –«ecuménico»– en la historia de la Iglesia. El concilio logró su propósito, y durante casi tres décadas hubo paz «doctrinal» en el Imperio, aunque la facción iconoclasta seguiría activa, agazapada, conspirando y esperando su oportunidad.
Cuando se celebró el concilio, Constantino VI tenía ya 17 años e iba siendo hora de que su madre lo introdujera poco a poco en los asuntos de estado. Pero nada estaba más lejos del ánimo de Irene, que se consideraba legitimada para mantenerlo alejado del poder indefinidamente.
4) 790: PRIMER GRAN ERROR DE CÁLCULO. Esta mujer astuta, siempre tan hábil en sus maniobras, cometió su primer grave error el año 790, cuando su hijo tenía 20 años, edad más que suficiente en aquella época para asumir el mando. La situación no podía seguir postergándose, y Constantino asumió el poder, pero Irene intentó reservarse un puesto en el gobierno, decretando para sí misma un rango ¡superior al de su hijo! Semejante movimiento, que dejaba en evidencia su ambición desaforada, desató el furor de los conspiradores, que quisieron alejarla del trono. Irene reaccionó rápidamente desbaratando la conspiración y encerrando a su hijo en prisión. Pero la insurrección que esto provocó fue tan violenta que pronto cambiaron las tornas y fue Irene la que terminó arrestada.
Alejado de su madre, el joven e inexperto emperador no tardó en dar muestra de su ineptitud, momento que aprovecharon los enemigos del Imperio para atacar sus fronteras: los árabes por el este y los búlgaros por el norte. La situación era grave y solo parecía haber dos caminos para resolverla: o llamar de vuelta a Irene junto a su hijo o derrocar a Constantino VI. Se intentaron ambas soluciones.
5) 792: EL REGRESO DE IRENE. Al mismo tiempo que Irene regresaba junto a su hijo, había en marcha un complot para derrocar al emperador y sustituirlo por el césar Nicéforo, uno de aquellos cinco hermanos del difunto León IV que habían sido ordenados sacerdotes a la fuerza por Irene. Descubierto el complot, esta vez Constantino VI actuó con decisión, pero de modo brutal. A su tío Nicéforo ordenó que lo cegaran –esto es, que le sacaran los ojos, el castigo tradicional empleado en Bizancio para terminar con un enemigo– y a los cuatro hermanos de este, por si acaso, les cortó la lengua. Esta muestra de crueldad no hizo sino socavar aún más la poca popularidad de la que gozaba el joven, inexperto, influenciable, indeciso… y ahora también cruel emperador.
Pero el golpe de gracia de Constantino VI fue su decisión de divorciarse de su mujer y casarse con otra, el año 795. Perdió así el último apoyo importante que le quedaba: el de los monjes y eclesiásticos, que pensaban que con él se garantizaba la paz iconoclasta. Constantino quedaba así suspendido en el aire, expuesto a que cualquiera le propinara el golpe de gracia. Y ese «cualquiera» no podía ser otro que su propia madre. Desde que había regresado a palacio, no había dejado de trabajar para socavar la autoridad de su hijo. De hecho, no tendría nada de extraño que fuera ella –de vista más larga y penetrante que su hijo– la que le alentó en su proyecto de divorcio, consciente de que su posición desde ese momento sería insostenible.
6) 797: SOLA EN EL PODER. Muy obtuso debía ser Constantino VI si en el último año de su reinado no era consciente de que estaba sentenciado. Quizás ni siquiera se sorprendió demasiado cuando, el 15 de agosto del 797, un grupo de soldados saltó sobre él en plena calle. Defendido por su guardia personal, logró huir y escapar a remo al otro lado del Bósforo. Pero, acosado como una fiera, le dieron caza y lo llevaron de vuelta a palacio. Allí mismo, a las tres de la tarde, le sacaron los ojos. Cuentan algunos cronistas de la época que la brutal operación se llevó a cabo en la estancia de pórfido, la misma en que su madre le había dado a luz 26 años antes.
Por fin, Irene reinaba sola en Bizancio. Había alcanzado la gran ambición de su vida. Era la primera mujer en la milenaria historia de Roma en conseguirlo. Pero si su hijo había visto disminuir sus apoyos cuando se deshizo brutalmente de sus cinco tíos, a Irene no podía irle mucho mejor cuando había tenido que quitar de en medio a su propio hijo, el legítimo emperador de Roma.
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Terminaba el siglo VIII. Mientras Bizancio se enredaba en esta truculenta historia, y parecía disolverse a ojos vista, asediada por enemigos exteriores y por la discordia interna, en Occidente ascendía rutilante la estrella de Carlos el grande, el rey más poderoso entre los nuevos reinos bárbaros. Sus dominios no dejaban de crecer, hasta llegar a rivalizar en extensión con el antiguo Imperio. En su corte florecían la cultura y las artes. Era él quien mantenía a raya a los musulmanes y conquistaba nuevos reinos para la fe. Era el defensor del Papa, que hacía tiempo que solo confiaba en él ante cualquier amenaza. ¿Qué le impedía ya acceder a la dignidad imperial? En teoría, solo un obstáculo se interponía en su camino: el trono imperial estaba ocupado. Ocupado por el emperador de Oriente, el único heredero legítimo de Roma. Pero desde que Constantino VI fuera derrocado por su propia madre, muchos entendieron que el trono estaba vacante. Constantino VI fue, de hecho, el último emperador del Imperio bizantino que sería unánimemente reconocido por todo Occidente y por el Papa como emperador de Roma.
Definitivamente, todos los astros se habían alineado a favor del rey franco.