Foto: Robin Foa
Las dos últimas entradas las hemos dedicado a analizar la restauración del Imperio romano en Occidente, ocurrida cuando el papa coronó a Carlomagno como emperador, en la basílica de San Pedro, el día de Navidad del año 800. Después de valorar el papel que tuvo en ello la debilidad del papa León III, no podemos dejar de abordar a otro de los personajes que lo hicieron posible: la emperatriz Irene de Atenas.
Perteneciente a una familia ateniense de escasa importancia, los Sarantapechos, nada hacía sospechar que esta mujer, bella e inteligente, fuera a tener un papel destacado en la historia. Su entrada en escena se produjo el año 769, cuando el emperador bizantino Constantino V la escogió como esposa para su hijo primogénito, el futuro León IV. Su impresionante belleza, su educación y su inteligencia fueron decisivas en el «proceso de selección» organizado por el emperador para llenar la vacante. El resto, lo hizo la fortuna: al cabo de seis años (775), su marido León IV subió al tronó, y cinco años después falleció, dejando a su joven esposa como regente del Imperio, a la espera de que el hijo de ambos, Constantino VI, de apenas 9 años, alcanzara la mayoría de edad.
Ascendida de improviso a la primera línea política, al puesto de máxima responsabilidad del Imperio, Irene demostró poseer buenas cualidades para ejercerlo, sorteando con solvencia las graves situaciones que tuvo que afrontar. No le tembló la mano cuando el Imperio se hallaba en peligro, ni le faltó acierto al resolver situaciones delicadas. Supo escapar de las conjuras para derrocarla y llevó a feliz término la regencia. Razones por las cuales ha suscitado gran admiración hasta nuestros días, y ha sido puesta como ejemplo de mujer audaz, fuerte e inteligente. Pero, por otro lado, su figura posee también un lado oscuro y terrible. Dotada de una ambición desmedida, una vez que había saboreado las mieles del poder, ya no quiso soltarlo. Entorpeció el acceso de su hijo al trono y, finalmente, no dudó en manchar sus manos de sangre con el fruto de sus entrañas: «es mejor que muera una persona por un pueblo, que un pueblo por una persona», se justificó. Y así, esta advenediza se convirtió en la primera mujer, desde la fundación de Roma, en asumir el poder en nombre propio. Nunca antes una mujer se había sentado en el trono del Imperio romano. En algunas monedas, llegó a intitularse como «emperador» (basileus, en masculino), en lugar de emplear la fórmula femenina.
Pero para entender a Irene de Atenas y para comprender, de paso, el papel que jugó en el asunto que estamos tratando –la restauración del Imperio romano en Occidente– tenemos que conocer un poco el contexto de la época.
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En primer lugar, el Imperio bizantino, continuador del Imperio romano en su mitad oriental, ya no era lo que fue en otro tiempo.
Cuando los bárbaros derrocaron al último emperador de Occidente (año 476), la parte oriental del Imperio se mantuvo incólume, deteniendo con éxito la presión sobre sus fronteras. Sus dominios estaban formados por Grecia y los Balcanes, hasta la frontera del Danubio, Asia Menor, Siria y Egipto: una feliz combinación de tierras fértiles, bastiones militares bien defendidos por accidentes geográficos, y grandes nudos comerciales. Situada entre Oriente y Occidente, no había región más estratégica en todo el planeta.
Mapas: elaboración propia
El emperador Justiniano (527-565) llegó a plantearse incluso reconquistar nuevamente toda la parte occidental del Imperio, iniciando un ambicioso plan de renovatio imperii. Contando con los inestimables servicios del general Belisario, una especie de Cid Campeador de la época (ningún «vasallo» fue más fiel a su señor y resultó peor recompensado por ello), reconquistó los territorios del Norte de África –en manos de los vándalos–, una parte de Hispania, y luchó contra los ostrogodos hasta arrebatarles la península itálica.
Pero el Imperio gastaba ya enormes energías defendiendo su frontera oriental contra el imperio sasánida de los persas y debía mantener a raya a los eslavos en la frontera del Danubio. De modo que no podía aguantar mucho tiempo semejante esfuerzo. Italia (salvo algunos enclaves) se perdió a manos de los Lombardos en pocas décadas, e Hispania fue recuperada por el reino visigodo en el 620. El resto de las conquistas aguantaron más tiempo, hasta que surgió en el horizonte la gran amenaza, más temible que ninguna que hubieran afrontado hasta el momento: el incontenible poder musulmán. El siguiente mapa da idea de la magnitud de esta fuerza, que amenazaba con devorar no solo Bizancio, sino toda Europa.
Apenas dos siglos después de Justiniano, Bizancio era solo un superviviente. Había perdido el Norte de África, Egipto y Siria. Los árabes incursionaban una y otra vez en las tierras de Asia Menor, y en dos ocasiones llegaron a asediar la capital (674-678 y 711-718). Si el Imperio no sucumbía era solo por la increíble fortaleza de las murallas de Constantinopla y por su inmejorable ubicación estratégica, que la hacían casi inconquistable. Esto, y la ventaja que suponía para ellos la posesión de un arma secreta: el llamado «fuego griego», que los musulmanes se esforzaron en vano por desentrañar durante muchos años.
LA CRISIS ICONOCLASTA
Ciertamente, los bizantinos se hallaban al límite de su resistencia. Pero no contentos con los problemas que tenían, en el siglo VIII decidieron añadir uno nuevo, enzarzándose en la famosa querella iconoclasta. Bizancio se había caracterizado a lo largo de su historia por el fervor con que se entregaba a las discusiones intelectuales, especialmente las teológicas. No en vano, todavía hoy en día se habla de «discusiones bizantinas» cuando se discute apasionadamente sobre cuestiones demasiado sutiles, que a ojos ajenos resultan irrelevantes o poco prácticas. En Constantinopla, todo el pueblo participaba en este tipo de debates con auténtica pasión. En los siglos IV-VI, por ejemplo, con ocasión de los grandes concilios de la Iglesia sobre la doble naturaleza de Cristo, se producían en las ciudades verdaderos tumultos y celebraciones multitudinarias en favor de una u otra postura. En esta ocasión, le tocó el turno a las imágenes sagradas. Que en medio de una amenaza existencial como la que atravesaba Bizancio, la gente se entregara a discutir de estos asuntos habla del carácter de esta cultura refinada, que parecía llevar en la sangre la discusión teológica.
La controversia se circunscribía a las imágenes sagradas; las profanas quedaban a salvo de la cuestión. Se debatía si era lícito pintar a Dios y, por extensión, a Cristo, la Virgen y los santos. Los judíos y los musulmanes prohibían tajantemente las representaciones de la divinidad. Y no cabe duda de que el contacto cultural con el mundo musulmán, que –aunque fuera a través de una frontera en guerra– llevaba un siglo produciéndose, influyó en este asunto de modo decisivo. La confrontación con ese modelo de pensamiento, tan celoso de la irrepresentabilidad de Dios, hizo que algunos empezaran a ver su propia postura hacia las imágenes como impura, contaminada de idolatría.
Cierto que algunos cristianos llevaban su amor a los iconos hasta un límite excesivo, como si fueran realidades totémicas, que tuvieran por sí mismas una sacralidad especial o capacidad de curar y producir efectos benéficos. Pero los detractores de las imágenes, llamados iconoclastas, iban más allá, argumentando que todo culto a las imágenes era idolatría y que ya el Antiguo Testamento alertaba contra cualquier representación de Dios. En el otro bando, los llamados iconódulos (es decir, devotos de los iconos o imágenes sagradas) decían que ellos no adoraban la imagen en sí misma, sino lo que ella representaba; que la imagen sensible acercaba a las realidades invisibles; y que el mismo Dios había entregado a la humanidad una imagen de sí, que era Cristo, el Verbo encarnado.
En esta controversia «bizantina» se enzarzó lo que quedaba del Imperio durante casi un siglo, en dos oleadas sucesivas: la primera del 730 al 787, a la que puso fin precisamente nuestra protagonista, Irene de Atenas, y la segunda veinticinco años después, del 814 al 843.
Para terminar de entender la discusión, además de las razones «intelectuales» expuestas, hay que señalar también motivaciones espurias: razones políticas, celos y luchas de poder, como ocurre siempre en los asuntos humanos.
Los instigadores de la destrucción de imágenes fueron los emperadores, su círculo cortesano y determinadas facciones del ejército. Sus defensores, además del pueblo llano, tan amante de sus imágenes, eran el mundo eclesiástico y, más concretamente, los monasterios, creadores y custodios de muchas de esas imágenes. En el Imperio bizantino existía un gran número de monasterios, demasiados en opinión de muchos, que gozaban además del favor del pueblo. Y los emperadores veían con malos ojos su gran influencia, que escapaba a su control.
El saldo de la lucha fue espantoso. Se destruyeron miles y miles de imágenes, algunas de ellas de gran antigüedad y valor incalculable. Siguiendo los decretos imperiales, la destrucción se llevó a cabo de modo sistemático. Solo se salvaron aquellas imágenes que se consiguieron esconder o llevar a Occidente, lejos del poder imperial. Infinidad de monjes y laicos que se resistieron a las medidas fueron perseguidos, encarcelados o ejecutados. Muchos monasterios fueron desmantelados y se interrumpió de golpe el desarrollo de una tradición artística de siglos. Pero, como ocurre siempre, la diáspora de monjes y artistas que huían de Bizancio, produjo un florecimiento artístico en todos aquellos lugares que los acogieron: en la región de los Balcanes, la más próximas geográficamente; y en Occidente, en el reino franco, dominado en ese momento por la figura de Carlomagno; pero sobre todo en Italia: Roma, el sur de Italia y Venecia –todas ellas bajo control bizantino– se convirtieron en importantes receptores del arte bizantino: mosaicos, frescos e iconos bizantinos iniciarían en estos lugares una fecunda tradición. La iglesia de Santa Práxedes de Roma, por ejemplo, ubicada junto a Santa María la Mayor, debe sus riquísimos mosaicos a esta diáspora iconódula.
Wikimedia Commons. Foto Till Niermann
RELACIÓN CON ROMA
Por último, para terminar de dibujar el contexto en que se desarrolla la vida de Irene de Atenas y entender cómo influyó esta mujer en la coronación de Carlomagno, hay que mencionar brevemente la relación de Bizancio con el papado. Cuando cayó el Imperio Romano (la pars occidentalis), en el año 476, el bárbaro Odoacro se hizo dueño efectivo de Italia (476-493). Pero ni él ni Teodorico, que vino a continuación y llevó adelante un larguísimo y próspero reinado (493-526), tuvieron especiales problemas con el papa, que por entonces vivía en el palacio laterano (San Juan de Letrán), sin demasiado poder. Las mayores amenazas para la ciudad de Roma llegaron justo a continuación, durante el reinado de Justiniano (527-565) que, como hemos visto, se propuso recuperar para el Imperio su solar más sagrado. Esto sumió a la península itálica en dos décadas de guerras devastadoras, que afectaron especialmente a Roma. La urbe sufrió asedios, conquistas y reconquistas, e incluso la amenaza de su completa aniquilación. Y aunque Justiniano consiguió hacerse finalmente con el control de Italia, su dominio real sobre ella fue siempre precario, limitado más bien a determinadas zonas estratégicas, como Roma, Rávena y el sur de la Península. Italia parecía sentenciada a caer una y otra vez en poder de un rey bárbaro. Los siguientes que la dominaron fueron los lombardos o longobardos. Tomaron posesión el año 568 y, esta vez sí, permanecieron en ella durante dos siglos, hasta mediados del siglo VIII. No consiguieron controlar las zonas donde los bizantinos eran fuertes: Roma, Rávena y el sur de Italia, pero las rodeaban por completo.
Dos décadas después de su entrada, con los lombardos bien asentados en suelo italiano, el papa Gregorio Magno (590-604) se dio cuenta de que el futuro de Roma no pasaba por Bizancio, sino por el entendimiento con los nuevos señores de Europa. Algunos de sus predecesores habían tenido ya relaciones tensas con Constantinopla, pero sin duda fue él quien decidió romper amarras con lo que quedaba del Imperio romano. La salvación de Roma no debía esperarse nunca más de Oriente, de un poder que cada vez resultaba más lejano, heterogéneo y distante. Más aún cuando muchos de estos nuevos dueños de Europa, los pueblos bárbaros, estaban abrazando el cristianismo.
La brecha con Bizancio se fue volviendo cada vez más grande, y terminó de estallar en el siglo VIII, durante la crisis iconoclasta. Bizancio, a punto de ser devorado por los árabes, cada vez con menos poder –y ninguna capacidad de protección sobre Roma– se enzarzaba en una disputa que a ojos del papa y de todos en Occidente, era completamente «bizantina».
Y así, cuando hacia el año 750 estalló con toda su fuerza la crisis lombarda y la amenaza sobre Roma se hizo inminente, el papa no pensó ni por un momento en pedir ayuda al emperador Constantino V, uno de los más furiosos iconoclastas, dedicado a la quema de imágenes y la persecución de monjes. Miró hacia Occidente, al poderoso reino franco, y pidió ayuda a Pipino el Breve. Los monarcas francos –mejor dicho, no esos monigotes, sino sus mayordomos de palacio, los pipínidas– eran los auténticos campeones de la cristiandad. Ellos habían puesto freno a los musulmanes, evitando su penetración en Europa (Carlos Martel, en Poitiers, año 732), y ellos defenderían Roma de la amenaza lombarda. De este lance particular hablaremos en otra entrada. De momento, hemos dibujado ya el contexto en que entra en escena, en el año 768, la joven Irene de Atenas, primero como emperatriz consorte, enseguida como emperatriz regente y al cabo de unos años como la primera mujer «emperador» de Roma.