El precioso suelo de mármol de la basílica de San Pedro contiene cerca de la entrada un gran disco rojo, que a pesar de sus dimensiones pasa desapercibido para muchos turistas. Se trata de un disco de pórfido, de 2,58 metros de diámetro. Ninguna inscripción delata su especial valor, y mucha gente lo pisa sin sospechar que lo tenga. Pero cualquiera que conozca la gran carga simbólica que tenía el pórfido rojo en el mundo antiguo puede adivinar que esta piedra esconde alguna historia.
En la antigua Roma, el pórfido rojo era un material de excepcional valor. En todo el Imperio, sólo se encontraba en la cantera de Gebel Dokhan, en Egipto. Además de poseer un color y apariencia únicos, era una piedra muy apreciada por su dureza y durabilidad. Por todo ello, su uso estaba reservado a reyes y emperadores. Era conocido como “pórfido imperial”.
Y, en efecto, esta pieza aparentemente anodina encierra una historia milenaria.
El disco se encontraba en la antigua basílica de San Pedro, la que fue construida por el emperador Constantino en el siglo IV. Se hallaba situado entonces no en su ubicación actual, sino en la parte delantera: en el lugar donde los fieles se arrodillaban para rezar ante la tumba de Pedro. Eso explica el empleo de este material semiprecioso, asociado a la dignidad real, en esta basílica construida para honrar la memoria del «príncipe de los apóstoles».
Cuando en el siglo XVII se instaló el nuevo pavimento, la idea de conservar esta preciosa reliquia histórica del antiguo suelo resultaba bastante obvia. ¿Quién se habría deshecho de un gran disco de pórfido imperial vinculado a la memoria del apóstol?
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Pero la historia de este disco rojo no termina aquí: en él iban a desarrollarse acontecimientos decisivos para la historia de Europa. Podría decirse, en cierto modo, que sobre esta piedra resurgió el Imperio Romano de Occidente, cuando llevaba muerto más de tres siglos. El acontecimiento tuvo lugar en una fecha precisa: el día de Navidad del año 800. Mientras estaba arrodillado en esta losa, postrado ante la tumba del apóstol, el rey de los francos –Carlos, más conocido como Carlomagno– fue coronado emperador por el papa León III. Esta ceremonia iba a dar un giro crucial a la historia de Occidente.
Desde que Odoacro había depuesto al último emperador de Roma, Rómulo Augústulo, en el año 476, el Imperio había dejado de existir en Occidente. Seguiría existiendo durante mil años en la parte oriental del Imperio, conocido como Imperio romano de Oriente o Imperio bizantino, con capital en Constantinopla. De modo que los emperadores bizantinos eran los únicos que continuaban la serie de los emperadores romanos.
La mitad occidental del Imperio había pasado a ser tierra de bárbaros. Con las distintas tribus invasoras sembrando destrucción y devorándose entre sí, en pocas décadas se extinguió en él todo rastro de la civilización que había alumbrado al mundo. Entre las tribus asentadas en el solar del antiguo Imperio, la más exitosa fue la de los francos, que con Clodoveo llegó a dominar toda Francia. Convertido al cristianismo hacia el año 496, Clodoveo hizo de los francos el primero de los reinos cristianos de la Europa medieval. Los llamados reyes merovingios seguirían gobernando Francia durante dos siglos, pero a finales del siglo VII su declive era ya imparable. Apodados los «reyes holgazanes», llegaron a ser meros títeres en manos de sus mayordomos de palacio, los verdaderos amos del reino.
En tres generaciones, esos poderosos mayordomos terminarían por reemplazar a los inútiles reyes e instaurar su propia dinastía. El monarca más destacado de este nuevo linaje real fue, sin duda, Carlomagno, que por la extensión de sus dominios y el prestigio de su poder llegó a rivalizar con los antiguos emperadores. Nadie estaba más preparado que él para recoger el testigo de Roma y dar una segunda vida al Imperio en Occidente.
La nueva realidad imperial que comenzó a existir el día de Navidad del año 800 estaba intrínsecamente ligada al cristianismo; y vinculada también, en cierto modo con esta losa, porque en ella los emperadores hincaban la rodilla ante un poder que reconocían superior: el del apóstol Pedro, cuya autoridad le había sido conferida por el mismo Cristo. Este poder quedaba desmembrado en dos: el poder espiritual, encomendado al papa, y el poder temporal, al emperador. Ambos poderes se reconocían y respetaban mutuamente… Al menos, de momento, porque la pugna entre ellos para ver cuál de los dos debía prevalecer marcaría la historia de Occidente. Surgía así, por primera vez, la idea de «Cristiandad», y lo que más tarde -en tiempo de los Otones- se conocería como «Sacro Imperio Romano Germánico».
Esta alianza entre el papa y el emperador occidental, a partir de Carlomagno, tendría otra consecuencia de gran calado histórico: iría ampliando el abismo que empezaba a abrirse entre Oriente y Occidente, hasta llegar al Cisma del año 1054, que separó definitivamente ambos mundos. Bizancio rompió con Roma. Cada uno seguiría desde entonces su propio camino.
Esta es la lista completa de los 23 reyes que seguían coronados como emperadores por el papa, ante la tumba de Pedro, arrodillados sobre este disco:
1. Carlomagno (24 dic 800)
2. Lotario I (5 abril 823)
3. Ludovico II (2 dic 850)
4. Carlos el Calvo (25 dic 875)
5. Carlos III el Gordo (25 dic 881)
6. Guido, duque de Espoleto (21 feb 891)
7. Arnulfo de Carintia (895)
8. Luis III el Ciego (901)
9. Berengario de Friuli (24 mar 915)
10. Otón I el Grande (2 feb 962)
11. Otón II (25 dic 967)
12. Otón III (31 may 996)
13. Enrique II el santo (14 feb 1014)
14. Conrado II el Salio (26 mar 1027)
15. Enrique III el Negro (25 dic 1046)
16. Enrique V (13 abr 1111)
17. Federico I Barbarroja (18 jun 1155)
18. Enrique VI (15 abr 1191)
19. Otón IV (4 oct 1209)
20. Federico II (22 nov 1220)
21. Carlos VI (5 abr 1355)
22. Segismundo de Luxemburgo (31 may 1433)
23. Federico III (19 mar 1452)
Años después de aquel día de Navidad que lo consagró como emperador, Carlomagno diría una frase sobre aquella ceremonia que ha desconcertado a los historiadores. Daba a entender que la coronación le había pillado por sorpresa, y que desconocía lo que el papa iba a hacer. «Si hubiera conocido sus intenciones –dijo–, no habría entrado en la iglesia». ¿Es posible que un acontecimiento que marcó de tal modo la historia de Europa haya sido fruto de una ocurrencia improvisada? En la próxima entrada analizaremos las circunstancias que rodearon aquella histórica ceremonia.