Anecdotario

Navidad de 1655. Un huracán llega a Roma

La Puerta del Popolo era, en la Roma clásica, el arranque de la Vía Flaminia, encaminada hacia el norte, y siempre fue la entrada a Roma por excelencia. Durante siglos, los viajeros de toda Europa recibían su primera impresión de la ciudad al franquear el umbral de esta puerta. Nada más pisar la Piazza del Popolo se podía sentir ya la fascinación de la Ciudad Eterna, que saludaba al recién llegado con sus dos iglesias gemelas y el célebre tridente de calles que penetraba en la ciudad. Hoy, la gran amplitud de esta plaza, diseñada durante la ocupación napoleónica siguiendo el racionalismo francés, traiciona un poco el espíritu de una ciudad de espacios reducidos y caprichosos, conformados a lo largo de los siglos con estratos de distintas épocas.

Pero la historia que hoy nos ocupa ocurrió mucho antes, en una fecha que ha quedado grabada en la cara interna de la puerta, en una inscripción que reza:

FELICI FAVSTO[QVE] INGRESSVI ANNO DOM[INI] MDCLV

Para una entrada feliz y propicia, año del Señor de 1655.

El texto lo mandó grabar el papa Alejandro VII, que acababa de ser elegido ese mismo año. Es su escudo el que corona la puerta: un monte de seis cimas presidido por una estrella. La placa queda hoy como un buen augurio dirigido a todos los turistas que visitan la ciudad, aunque nadie ingrese ya por esta puerta. Pero en origen estaba dirigido a la reina Cristina de Suecia, que la noche del 20 de diciembre de 1655 hacía su ingreso en una Ciudad Eterna llena de antorchas para recibirla. Con ella llegaba un auténtico vendaval, que azotaría la ciudad durante los más de 30 años que permaneció en ella. Esta mujer –uno de los personajes más fascinantes de la Europa de su tiempo– era también uno de los visitantes más incómodos a los que podía enfrentarse un soberano.

Reina de Suecia desde los 5 años de edad, Cristina comenzó a formarse en los asuntos de Estado siendo todavía niña, dando pruebas de una capacidad impropia de su edad, que dejaba admirado a todo su entorno. Con 18 años comenzó a prescindir poco a poco de sus tutores y a llevar de modo efectivo las riendas del gobierno. Su facilidad para aprender cualquier materia, su memoria prodigiosa y su insaciable avidez de conocimientos extendieron su fama por todas las cortes europeas. Hablaba con soltura ocho idiomas, y se manejaba además en latín y hebreo. Se carteaba con Descartes, que pasó sus últimos meses en Estocolmo, en la corte de la reina, poblada además por científicos e intelectuales de media Europa. Veladas musicales, representaciones teatrales, tertulias literarias… Cristina convirtió Estocolmo en el principal foco cultural europeo.

La reina poseía además una gran resistencia física y destreza en todos los deportes: esgrima, tiro, equitación… Había sido educada como un soldado, le gustaba la vida al aire libre y era capaz de cabalgar durante horas sin mostrar signos de fatiga. Todo el mundo se hacía lenguas de la joven reina, que en ese momento –poco antes de que emergiera la estrella de Luis XIV– era la protagonista indiscutible de la escena europea.

Pero Cristina de Suecia estaba destinada a asombrar al mundo no solo por sus grandes cualidades, sino también por su carácter indómito y su incapacidad para someterse a ninguna norma. Autoritaria y rebelde, detestaba las convenciones, y disfrutaba escandalizando a la gente bienpensante. Su avidez de conocimiento iba de la mano con su búsqueda de aventuras y su afán de vivir la vida al límite, a menudo por encima de sus posibilidades.

Cuando contaba 28 años de edad, tras diez años de gobierno efectivo, en los inicios de lo que prometía ser un reinado largo y glorioso, dejó caer la primera bomba: anunció su intención de renunciar al trono. Fue como un rayo en el cielo sereno. De nada sirvieron los ruegos de todo el mundo para que abandonara semejante idea. Ella jamás renunciaba a una idea, si estaba decidida. El segundo golpe fue aún peor: cuando ya se había consumado el abandono y se hallaba lejos de Suecia, hizo pública su conversión al catolicismo. La reina de uno de los países paladines del luteranismo se pasaba al bando enemigo. Aquello era alta traición, y el reino entero quedó conmocionado.

El papa vio en la conversión de esta mujer excepcional una gran oportunidad, y gracias a la mediación del rey de España, Felipe IV, aceptó que residiera en Roma, como era el gran deseo de Cristina.

Alejandro VII no podía saber todavía el gran quebradero de cabeza que iba a suponer su presencia en la ciudad. Tres años después, ya terriblemente consciente, manifestaría al embajador de Venecia que la reina «era una mujer nacida bárbara, educada como bárbara y con la cabeza llena de bárbaras ideas».

Sin duda, algo debía sospechar cuando mandó instalar esta inscripción en la Puerta del Popolo. Era una bienvenida cortés, pero sobria: palabras escuetas y comedidas, en una puerta decorada por Bernini con gran austeridad. La inscripción fue colocada, además, no en la cara externa, donde habría sido más lógico, para la que la reina la viera al llegar, sino en su cara interior, más discreta. Paradójicamente, hoy que nadie llega a la ciudad por esta puerta, es la cara más visible a los turistas, que reciben este augurio de una feliz estancia en Roma. La reina Cristina moriría en Roma 34 años después, tras haber sido protagonista de numerosos lances, que darán pie para nuevas entradas. Hoy, la reina que asombró a toda Europa a mediados del siglo XVII está enterrada en el Vaticano, en la cripta de los papas, un raro honor concedido a poquísimas personas. Y cuenta también con un monumento funerario en la basílica.

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